Cristóbal Encinas
Sánchez
A las afueras del barrio de las Cinco Casas, había un muro paralelo a la cuneta de la carretera donde pintaban los jóvenes sus corazones atravesados por una flechas extremadamente grandes. Los nombres de ellos estaban en clave, de instrumentos musicales y a los de ellas les ponían nombres simulados de flores: Margarita, Hortensia, Azucena... Como algunos no tenían muchas expectativas de que se echaran por novia a tales señoritas, solían poner debajo una fecha imposible de cumplir, las de un año futuro imposible de llegar, como el 3.250 d.C.
Uno de los jóvenes, muy enamorado y ágil en su conquista, le daba besos a su amada muy repetidamente y de escasa duración. La chica que era un poco tímida, en principio, los aceptaba de buen grado y siempre a escondidillas. Con el tiempo se fue afianzando su confianza en él y su forma de besar le entusiasmaba. Llegó la noche de Santiago y había verbena en el barrio. Fue la gente del pueblo a divertirse pero en cuantía de unas quince o veinte niñas, las amigas que allí vivían.
Durante el descanso de la orquesta, se fueron "el Flauta" y "la Rosa" detrás de unos jardines próximos al parque. No había mucha claridad pues no había salido aún la luna, y farolas no había muchas. Adentrándose un poco, él no se lo esperaba pero ella se abalanzó de forma que lo sentó en un banco de madera. Le sujetó la cabeza y se la acercó de súbito a su boca. Se le fue la cabeza, y el primer beso fue largo, voraz e inolvidable.
–Te quiero, Rosa –decía él cuando casi al medio minuto lo dejaba respirar. Y secundaba con otro beso aún más pasional y prolongado. Era el éxtasis.
Los demás jóvenes, con su cachondeo habitual, de uno en uno, iban pasando cerca de donde estaban los enamorados y se dejaban caer con: "Que te asfixia, no se te ve ni respirar" o "te vas a poner morao".
Comenzó la música. Todas las parejas se aproximaron para bailar los dulces valses de Strauss que les tenían reservados. Al Flauta y a Rosa no se les vio asomar y algunos se miraban suspicaces hacia los alrededores, haciéndose musarañas, coquitos: Solo Dios sabría lo que se estarían amando.
A otro día en el muro había una larga inscripción debajo de dos corazones ensartados que decía: "A cien metros de aquí, por pocas si se produce la defunción del " flautista" por falta de aire".
Y allí quedó perdurable un perfume a rosas recién cortadas.
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