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miércoles, 19 de marzo de 2014

EL PERRO VENGADOR

                                                    EL PERRO VENGADOR                                                                                                            (Capítulo II)
                                      Cristóbal Encinas Sánchez 

Relámpago, después de haber salido del pueblo huyendo en dirección a la montaña,  fue a visitar, en un cortijo próximo, a uno de sus congéneres. Olisqueó y percibió un hedor que no le gustó. Un hombre andrajoso, de edad avanzada, que se había acercado al gran portón metálico desvencijado, para agarrarse a sus oxidados hierros. Con los brazos apoyados, descansaba contemplando el precioso jardín interior y los frondosos árboles  que lo enseñoreaban.  Él los había plantado y se sentía rejuvenecer ante la visión reconfortante.                                               Transcurridos unos segundos apareció de pronto, tras el portón de hierro, la cabeza de un mastín blanco, con un aspecto fiero y unos dientes perfectos para darle una dentellada, traicioneramente, al  intruso. Al hombre no le dio tiempo a pensar lo que se le venía encima. Le mordió en el  metacarpo de su mano derecha y, al tratar de retirarla, aparecieron  cuatro incisiones rojas. El dolor era inaguantable, pero no se le escapó ni un lamento. El estruendoso golpe que dio el perro al lanzarse contra los hierros se oyó en muchos metros a la redonda. El amo de la finca, que se encontraba sentado en el porche, decidió acudir a ver cuál era la causa de aquel estrépito. Observó al perro acechar tras la tapia y lo llamó: ¿Lagarto! El obediente animal corrió a saludarlo, sentándose a sus pies. Presentaba varias manchas de sangre en el hocico y en el pecho. El amo, intranquilo, miró hacia el camino, por entre las cañas de bambú, y vio alejarse ligero a un hombre de aspecto miserable que se volvía  con los puños apretados,  despotricando y haciendo mohínes con vehemencia. Lo llamó a grandes voces para que volviera y así poder socorrerlo de las heridas, pero el escarmentado, aligeró más todavía el paso. Su silueta le recordaba a alguien que le era conocido y tal vez le relacionara con temas dados al olvido.                                                                                            Aquel  viejo había sufrido en su  carne la misma agresión que otros padecieron al acercarse a pedir limosna, en la época en la que él fue el propietario y, sin inmutarse, observara desde su alcoba cómo huían los que osaban aproximarse a la finca.                                                                                                                                                                          Relámpago, sentado en un promontorio, se percató de que allí se repartían  unas rosquillas que no le eran muy apetitosas, por lo que optó por seguir buscando su camino feliz hacia el frondoso río. 

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