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martes, 29 de abril de 2014

UN DÍA SIN HABLAR

                                       UN DÍA SIN HABLAR                               Cristóbal Encinas Sánchez

    A primera hora de la mañana, cuando un empleado entró a su puesto de trabajo, le dijo el encargado: “Hemos discutido esto muchas veces y hoy hemos adoptado el tener un día sin palabras. Todos los demás están de acuerdo y espero que tú también. Si fuera urgente o necesario, no dudes en hablar, pero siempre piénsatelo y si el tema tiene consistencia”. Trataban de comprobar si el día sería altamente aprovechado y rentable para la empresa, con toda garantía de hacerlo con los requisitos y exigencias establecidas en  reglamento.    Veía, el recién llegado, cómo sus compañeros se dedicaban a su tarea. Esto sería el principio, para ir atando ciertos cabos y tomar ciertas actitudes.                                                                                                                     Se quedó sorprendido el operario que, a la media hora, se hacía un montón de preguntas, introspectivas, claro. Alguien le volvió a recordar la obligación de hablar en caso de necesidad, pero nadie le puso oído a la advertencia. Intentó llamar por teléfono para confirmar unos permisos concedidos verbalmente, pero después de tantos días, podía esperar a mañana.                                                                                                 Nunca le había preguntado a su compañera -le vino esa idea de pronto- si hubo algún tiempo en que lo quiso con frenesí o si lo había deseado alguna vez. Una mirada deseosa le intentó lanzar ahora, pero ella no le daría respuesta, porque no le comprendería. Era una tontería, pero hoy, eso quería saberlo. "Mañana, mis deseos de preguntarle se harán más fuertes, después de estar pensando todo el día en ello", se respondía a sí mismo. Así se relamía los labios, intentando propiciar una frase necesaria y justa, consecuente con la premisa del día. Pero temeroso a que las palabras no fuesen tan apropiadas y convincentes  se mordía la lengua, para que no se les escapasen.                                                                                                   Expresiones de condolencia para con un amigo -que su padre había fallecido, y que en su momento no supo preguntar adecuadamente en el proceso de su terrible enfermedad- le dieron vueltas y vueltas en la cabeza. Y eso le amargaba ahora y le producía tan incontenible dolor que un compañero hizo un ademán de preguntarle, pero él le sonrió, dándole a entender que no le pasaba nada, solo que se había emocionado un poco. ¡Cuántas palabras había dejado de decir a su mejor amigo!, al transcurrir dos años, sin hablarse casi, ni por teléfono, salvo alguna vez por Navidad y ante un evento de manifiesto existencial, vamos, irse de fiesta. Tantas actividades realizadas juntos y sin haber discutido nunca, qué bien lo habían pasado. Las palabras siempre habían aflorado con naturalidad y alegría entre ellos. Ahora sí las echaba en falta y  tenía necesidad de decírselas a alguien. Pero eso no era para este día. Pensó que, en adelante, hablaría con menos fruición y facundia. La gente iba solo a lo suyo y no merecía la pena pararse con muchos de ellos, ni perder tres segundos de su tiempo. Sin embargo aprendió que a otros debería de haberles prestado más oído, incluso preguntarles para que se explayaran con su sabiduría.
Al final de la jornada, hubo algunos que al irse no dijeron ni adiós. “¡No merecemos ni un adiós!”, llegaron otros a comentar. Ahora, las miradas empezaron a ser inquisitorias. Y fue un día triste. Algunos se fueron hasta con dolor de cabeza, de las preguntas que pudieron hacerse . ¡Adiós! Pues, adiós.                                                                        

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