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jueves, 4 de diciembre de 2014

UN SUCEDÁNEO

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

       Cuando me quedé parado por primera vez, me dediqué a las tareas propias de la casa. Iba a la compra, cuidaba de los niños, los sacaba al cine, fregaba y hacía la colada. Mi mujer bastante tarea tenía con realizar su trabajo diario y mantener económicamente el hogar.
Yo tenía mis amigos, con los cuales me reunía una vez al mes, durante los dos primeros años. Luego lo fui dejando porque me ceñía a mis labores con tal intensidad que me absorbía todo el tiempo.                                                                                                    Mi mujer permanecía cada día menos horas en casa porque tenía reuniones de trabajo, viajes y fiestas con sus compañeros. Tomó la táctica de vivir más en la calle que con nosotros, incluso alguna noche la pasaba fuera. Yo comprendía todo esto, que hasta cierto punto era razonable, pues era la cabeza de familia.                                                 
Yo seguía en el paro y sin cobrar nada. Me adapté a esta forma de vida esclavizada y sin pretensiones. Me acostumbré a no salir a ningún sitio porque podría gastar un dinero que no ganaba y ella estaba de acuerdo, por lo que a menudo me lo recordaba. Este hecho me sacaba de mis casillas y hasta me cambió el carácter. Se podría decir que me habían rodeado como a un calcetín. 

Pasaron varios años y mis hijos terminaron el bachillerato con buenas notas. Y se prepararon para ir a la universidad, hecho que me  liberó de mis tareas rutinarias. Comencé a salir con amigos en las asociaciones del barrio. Uno de ellos me comentó que no era vida la que yo tenía. Él participaba en una asociación de separados y conocía a muchas mujeres en la misma situación y, siendo buenas personas, no habían tenido la oportunidad de que les reconocieran sus derechos más legítimos.                                                                                       
Empecé a tontear con una chica más joven que yo. Entonces fue cuando le dije a mi mujer que ahí se quedaba, que cogiera el cesto de la compra y que había llegado la ocasión de que pusiera sus trapos en la lavadora y que planchara. 

Antes de separarnos me buscó trabajo de ayudante de jardinero en el ayuntamiento. Eso me daría plena libertad para rehacer mi vida, de lo cual ella no se percató.
Como ella ganaba un buen sueldo, no me pidió nada en principio. Después, cuando hablábamos de los niños me informaba de que las matrículas valían mucho, de que les tenía que comprar ropa y que ella no podía hacerse cargo de todos los pagos. Se había quedado con la casa, con los dos coches y la cartilla donde teníamos los ahorros.                
Como yo no le hacía mucho caso, empezó a llamarme con más insistencia y con el mismo tema. Indujo a mis hijos -que ya se habían puesto a su favor- a que me llamaran y me pidieran también dinero. Yo, con el sueldo que tenía, no podía hacer frente más que a mis propios gastos, así que no les mandaba nada.

La última vez que la llamé, hace ya cinco años -y no pienso hacerlo más-, me insultó de una forma imperdonable.  Me dijo que la había abandonado como no hace un hombre que se precie, cuando ella se había preocupado de alimentarme a mí y que así era cómo le pagaba. Le hice caso omiso, alegando que me había tratado como a un guiñapo, solo porque ella era la que traía el dinero. Después de tanto aguantarla, lo último que me dijo fue que si es que me daba miedo acercarme por la casa, que era un cobarde. Y preferí cortar la conversación.

Desde entonces vivo tan feliz, nadie me llama; primero, porque no tengo teléfono y segundo, porque a mediados de mes voy al banco para sacar la renta que me ingresa el inquilino de mi casa, pues mi mujer pidió el traslado a donde están mis hijos realizando sus estudios. Ahora, cuando quiero saber algo de ellos, me meto en Facebook en la biblioteca y miro lo que han colgado en su muro. Sé que esto es un sucedáneo, pero por ahora me conformo.


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