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lunes, 9 de mayo de 2016

RELÁMPAGO ES UN PERRO CONFIADO

                                                                                                   
                                            Cristóbal Encinas Sánchez                                                                               

Relámpago, al levantarse de la siesta, sigue un rastro de papeles de celofán tirados en el camino que lleva a un antiguo castillete. Un olor de fantasía, a fresas, inundaba el ambiente que le hacía relamerse. Su boca manaba saliva en exceso y su estómago mostraba síntomas de querer albergar una apetitosa merienda. Por el muro exterior que rodeaba, como salvaguarda, la singular torre ya derruida, andaban jugueteando dos niños, y parecía que escondieran algo llamativo entre los huecos de las piedras. Eran caramelos y dulces de surtida gama. La intención de ellos era clara, a la vez que simulaban no ver a nadie. Querían atraer a Relámpago y que entrara en su juego. Un tercer niño hacía el paripé de buscarlos y fingió sorprenderse cuando los encontró afanados en su empeño. Este fue descubriendo los ricos tesoros ocultos y, con alegría, daba saltos a la vez que exclamaba:   
              –¡Están de rechupete, qué ricos!                                                                                                 
 A continuación tiraba las vistosa envolturas para que Relámpago se fijara dónde caían y fuera a deleitarse con su aroma. Y así fue. Se acercó al insaciable niño que le ofreció uno de sus manjares, mientras los otros dos se perdieron tras una esquina del muro.                                 
A Relámpago se le caía la baba por las comisuras, pues él era un golimbro empedernido y lo siguió, atento, con la pretensión de probarlos.                                                                                       
   –¡Qué manjares!, toma uno. Te gustará saborearlos. Ven aquí, abre esa linda boquita.                        
El niño continuó con la búsqueda de aquellos exquisitos dulces. ¡Qué felices recuerdos le traían!:  frutas de Aragón, figuritas de chocolates blanco y rosa, roscos untados con azúcar y hojuelas con miel. Se perdía recordando las imaginadas delicias.                                                              
La simpatía y la soltura del niño en su comportamiento, que le hablaba y le ponía en su boca tales golosinas, le hizo confiarse y echarse a sus pies. Desde ese momento la trampa estaba urdida. Mediante un collar de fácil colocación y una cuerda de pita, el niño, tan desenvuelto, lo fue enredando hasta que lo apresó. Al instante, los otros dos rapazuelos, que estaban al acecho, aparecieron de súbito montados sobre un pollino cordobés albardado. Le hicieron lo más vil, llevarlo de reata y lo jalearon, para perderse después en dirección al río. Atravesaron por el vado y estuvieron a punto de caerse en la empinada cuesta hacia el pueblo.                                         
 A Relámpago le cambió el semblante: se imaginó lo peor, su confinamiento, y se estremeció. Aparecieron al final de la calle que le llevaría hacia la casa de su antiguo amo. Entonces comenzó a latir, desesperado, mientras se metía por entre las patas del animal que estuvo a punto de pisarlo. Sus raptores no precavieron que él, aunque temeroso, no estaba dispuesto a seguirlos sumiso, pues ya sabía lo que le esperaba por haberse fugado la semana anterior. Con mucho ánimo y paciencia esperaría un descuido de sus secuestradores. La oportunidad llegaría  cuando pusieran  ellos los pies en tierra, al acercarse a un pilar para beber.                                                                              
Con gran sed bebía el asno, concentrado en dar voluminosas tragantadas. En ese momento decisivo y relajado, se le ocurrió a Relámpago saltar con ímpetu sobre el pilón de agua, creando un alud que asustó al animal, el cual dio tal espantada que si el niño no se anda listo y suelta instantáneamente la cuerda con la que sujetaba al perro, hubiera sido brutalmente atropellado. Esa fue la ocasión que había estado esperando y supo aprovecharla para escaparse de aquellos farsantes, desapareciendo veloz tras una esquina próxima.



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