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jueves, 8 de enero de 2015

UN DELITO IMAGINARIO

Cristóbal Encinas Sánchez


El alcalde, designado por el señor gobernador civil, era muy devoto y predicaba las buenas acciones y la reconciliación fraternal. Solía ir al campo a diario para hablar con los braceros, contándoles historias para que pasaran mucho mejor su jornada, que era las más de las veces trabajosa y siempre muy cansada.                                                          Cada día desde su ventana, cuando alguien pasaba por la puerta del ayuntamiento, se fijaba y apreciaba la aceptación que tenía la bandera enclavada en el balcón. Este detalle lo tenía muy en cuenta, y si le hacían el saludo o se cuadraban delante de ella un instante, le satisfacía.                                                                                                                 Con el paso del tiempo comprobó que uno de los transeúntes nunca miraba al emblema ni se paraba a hacer por lo menos el paripé, cosa que le disgustaba profundamente.                                                                                                                        Un día al señor alcalde se le ocurrió llamar al que mostraba tan rebelde talante cuando lo vio pasar a través de la ventana de su despacho, para que entrara a verlo con premura. A pesar de su asombro, el que fuera llamado supo reaccionar al momento y entró donde se le requería. El señor alcalde le dijo que si podía hacerle el favor de llevarle una carta urgente al comandante del puesto de la Guardia Civil, para una acción inminente. Ante este panorama, el hombre se prestó a hacer este servicio sin ningún impedimento ni retraso ante la imperiosa necesidad, guardándola en el bolsillo interior de su chaqueta y abotonándolo no fuera a perderla.                                                                 Pasaron unos cuantos minutos hasta llegar  al cuartel, presentándose con la carta en la mano ante el soldado que estaba de guardia. Preguntó por el comandante y si podría entregársela personalmente ya que se la enviaba una autoridad del pueblo. El del puesto le instó a sentarse tranquilamente, pues el jefe estaba ocupado. Le avisaría y, cuando llegara, él mismo podría ofrecerle aquel documento tan importante. Al cabo de un buen rato se abrió la puerta de la pequeña oficina y el comandante entró dando los buenos días. Él se levantó rápidamente de la silla y le respondió con cortesía a la vez que le confiaba la singular carta, sin haber osado siquiera a mirar su contenido.  Con un gesto recatado y benevolente el jefe leyó mentalmente, con un suspiro prolongado: "Haga usted el favor de meter a la persona portadora de esta carta, por un período de tres días, en la prevención por haberle negado el saludo a nuestra bandera".                                 Tras unos segundos de perpleja espera, el comandante, cogiéndolo por el hombro lo acompañó a la puerta exterior del recinto. Y no solo no mandó ejecutar la inusitada orden sino que le advirtió de que no debía de ser tan cándido y no portar, en adelante, documentos de nadie que le inculparan de un delito imaginario.

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