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sábado, 14 de septiembre de 2019

UN DÍA DE CARNAVAL

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ


Eran las cinco de la tarde del día veintitrés de febrero. Anochecía. Estaba lloviendo copiosamente y amenazaba con tormenta. Yo estaba justo en la esquina del Burger esperando. Un hombre se desplazó hacia mí, inesperadamente, cuando yo le señalé hacia arriba. El cable del tendido del tranvía se partió. Un rayo fundió el soporte del cable de la línea de postes. Fue terrible y el estruendo peor. El cable no tocó el suelo, pero dio un fuerte golpe contra un árbol. Presuroso me fui hacia el hombre porque vi que le caía encima una gran rama. Temí lo peor. Dada la proximidad a la que nos encontrábamos, me dio tiempo a sobreponerme y evitar que le golpeara. La luminosidad de otra descarga me cegó y caí al suelo.
El hombre iba vestido de una forma rara, con el disfraz de Pluto. Su silueta me era conocida. Yo traté de sacarle la cabeza de aquel entramado y lo conseguí. ¡Qué tacto tenía la tela de la que estaba confeccionada!, suavísima y transmitía sensación de bienestar. Al separarla de su cara reconocí a mi amigo Sebastián. Vi que respiraba con dificultad y me miraba sorprendido. El aire que venía muy fresco portaba las preciosas notas de una canción especial: "The Carnival is over". Aquella música me traía lejanos y gratos recuerdos. Apareció al momento un coro muy dispar de personajes cantando canciones acordes con el día. El director, disfrazado de Charlot, manejaba su batuta con gran alborozo, con todos los gestos que pudieran imaginarse y cuando todas las maravillas podían ocurrir a la vez se oyeron las majestuosas notas de El cascanueces, de Tchaikovski.
Sucesivamente me encontré una serie de personajes. La princesa Pirlipat discutiendo con la señora Ratona. Alicia que iba vestida de arco iris y derrochaba mucha alegría. Un gato silvestre que no hacía más que corretear detrás de una bonita figura vestida de amarillo a la que amenazaba con comérsela. Ella daba saltos y se ponía histérica, pero le atizaba con una varita mágica para evitarlo.
Entre tanto alboroto, caí en la cuenta de que yo llevaba puestas mis botas viejas. Mis ropas deslustradas me dieron muy mala impresión. Mi gorro rojo, de plátano y mi bufanda descolorida presentaban agujeros. Tal aspecto tenía yo que me aproximé a un charco de la calle y me miré en él. Contemplé un bigote minúsculo y una barba lampiña. Estaba muy raro, me sentía como si fuera otro: iba caracterizado de Cantinflas.
Una ambulancia que cruzaba las vías se paró a mi lado. De ella se bajaron dos enfermeras y un médico que me hablaron un tanto preocupados. Automáticamente se agacharon y con delicadeza me echaron en una camilla. Una comenzó a mirarme la cabeza y a lavarme la cara. Con voz apacible me dijo que me tendrían que dar algunos puntos de sutura. Todos los que se acercaron iban disfrazados y me hacían musarañas, soplando sus matasuegras y otros pitos de caña. Aquel panorama me hizo pensar. No recordaba cómo había llegado a estar tumbado en mitad de la calle. Fue cuando caí en la posibilidad de que aquella gran rama desgajada me hubiera propinado un tremendo golpe en la cabeza. ¿Me habría desmayado?

Una fiesta nos esperaba en el Teatro Infanta Leonor dentro de una hora, un tiempo suficiente para que me vendaran la cabeza y después continuaría con mi marcha. Habíamos ensayado durante dos duros meses la representación de nuestra propia vida y no era cuestión de desaprovechar la ocasión, y ya de paso quitarle un poco de dramatismo a la misma.

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