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sábado, 12 de octubre de 2013

QUE NO QUERÍA CLAVELES

                             QUE NO QUERÍA CLAVELES                              Cristóbal Encinas Sánchez

Con unos pantalones viejos y una camisa sin botones, el gitanillo bailaba descalzo. Estaba contento y jugaba con gracia. Sus compañeros pensaron en hacer una carrera a ver quién la ganaba. Formalizaron las condiciones para los aspirantes. Él, mientras, se echaba otro bailecito en el escaso espacio libre de una acera rota. Sus pies estaban bien curtidos.
Era un torbellino moviéndose y haciendo posturas de gran estilo. Tenía genio y cantaba con entusiasmo: ”Yo no quiero claveles..., lo tiro al pozo”. Se echó un nudo en la camisa y se preparó para echarse la carrera.
Cada uno de los participantes había colaborado con algo para el ganador, en una caja de cartón. Allí, juntaron cosas muy dispares: un buen racimo de uvas de teta de cabra, un melón de piel de sapo, una almorzada de almendras, granadas, peros y una pequeña medalla de plata.
Comenzó la carrera en el polvoriento camino de tierra. Al primer paso, alguno de los espectadores introdujo un palo seco entre las piernas del gitanillo. Cayó al suelo y quedó tendido. El que dio la salida se dio cuenta del tropiezo y mandó comenzar de nuevo. El niño se levantó con sorpresa, pero aceptó estoicamente la broma y sonrió. Todos tenían zapatillas y él, descalzo, no tuvo problemas para llegar el primero.
Se llevó la caja de cartón con todas sus ricuras. ¿Cómo las disfrutaría con su familia? Se le oyó cantar su canción preferida: “Que no quiero claveles, de ningún mozo”. Rio a carcajadas. Alguien le miró con desprecio, porfiando que a la siguiente vez no ganaría; pero él ya estaba lejos.

Por la noche se oyeron las campanas al vuelo. La gente escamada salió a las puertas de sus casas. Una reunión de padres y de mayores iban pidiendo que salieran voluntarios para buscar a un niño que faltaba de su casa desde hacía muchas horas. Durante toda la noche hubo trasiego de jóvenes deambulando por los lugares próximos al pueblo, por el río, el llano y la dehesa.
Cuando amaneció fueron a la senda de las Higueras, lugar por donde a él le gustaba ir con sus amigos al salir de clase. Allí, era probable encontrarlo, en la zona más escondida y vistosa. Pero no, allí tampoco estaba. Paralelamente al barranco de las Torcaces había un pozo seco de una considerable altura. Uno de los padres y su hijo se asomaron al brocal y vieron un pequeño cuerpo tendido en el fondo. No había duda. Dieron la voz de un hallazgo: “Aquí ,aquí”. Después, alguien llevó una soga larga, y el padre se descolgó con cuidado por las paredes.

Abajo, con los brazos abiertos, como mirando al poco cielo que dejaban los cansados observadores, yacía el pobre niño inerte. Sobre su pecho descubierto había diseminados diez claveles blancos. En su puño entreabierto apareció una pequeña medalla: la que había sido su mejor trofeo.                                          


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