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viernes, 24 de enero de 2014

UN BOLAZO EN LA NARIZ

                                               UN BOLAZO EN LA NARIZ                                                                                          Cristóbal Encinas Sánchez

En la tarde del domingo, los niños jugaban afanados en la plaza de la iglesia. Se celebraría la misa y los feligreses se apresuraban a entrar con los últimos toques de campana. Los jóvenes contaban sus hazañas rodeados de los pequeños entusiastas, a los que mostraban sus habilidades con el tirachinas, en el juego de los cantillos, de la pita o en atrapar jilgueros con liria.                                                                                             El de más edad hizo ademán de cargar una bola elástica, de surtidos colores, en la badana de su tirachinas. Tensaba sus gomas con tiento, pero dándoles su máxima elongación. Hizo varias veces esta operación y regodeándose dijo que él era capaz de meter el proyectil por el rosetón, sin cristales, de la fachada de la iglesia al primer intento. Todos estaban muy contentos de poder presenciar la gran proeza que proponía el osado tirador. Otros de su edad, con más malicia dudaban y discutían. Esto le hizo reafirmarse en su decisión. Sería reconocido por todos y eso le envalentonaba.                                  Al rato, dentro del templo empezaba el sacerdote con los preparativos de la consagración de las especies. Si conseguía introducir aquella esfera era probable que no le diera a nadie, pues la nave central tenía poco más de veinticinco metros de larga. Así que apuntó al centro del rosetón y saltó la bola, como una exhalación buscando la pretendida diana.  Después, todos los espectadores, se sorprendieron y quedaron a la espera de que saliera alguien despotricando. Transcurrieron quince segundos, cuando apareció por la puerta un guardia urbano que asistía al sacrificio, y muy enfadado para coger al impertinente. El muchacho se protegió por el corro de niños, y se hizo  el sonso. Se había guardado su tirachinas en el cinto a la altura de la rabadilla y disimulaba.                                                                                                                                                        El guardia miró en derredor varias veces y se fue directo al promotor del lanzamiento. Ya frente a él, le interrogó que quién era el osado que estuvo a punto de trepar, de rebote, el sagrado cáliz. Este, sumiso, no dijo nada, pero el uniformado conocía perfectamente los entretenimientos de algunos jóvenes y le obligó: ¡Dame el tirachinas! Y se lo dio, como si no supiese lo que acababa de ocurrir. ¡Que no vuelva a suceder otra tropelía semejante!, dijo con cara de airado. Tiró el armatoste al suelo, pisándolo para hacerlo mixtos. Rompió la horquilla y las gomas para tirarlos a la acequia. Le instó para que se lo dijera a su padre, haciéndole comprender que a la siguiente vez sería escarmentado. Y no porfiaba, seguro.
Nada más traspasar la puerta de la iglesia, el guardia se sintió orgulloso de haber dado una lección a aquellos adolescentes, los cuales se echaron a reír de una forma explosiva y jubilosa. De buenas se había librado el muchacho, pero habría que esperar a la noche para cantar victoria.
Al día siguiente, la chica de la limpieza se encontró un trozo de la nariz de San José, que está en una hornacina detrás del sagrario. Como no sabía qué hacer con ella, la dejó encima de la cómoda que hay en la sacristía,  para que la viera el cura cuando fuera a celebrar otra misa.

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