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miércoles, 23 de julio de 2014

LA DESENGAÑADA

                  LA DESENGAÑADA                            CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

      Sentada la novia en su habitación frente al espejo, observaba los últimos retoques que le hacía la peluquera antes de ponerle el velo. Con exquisita dulzura, su madre le ofreció el anhelado ramo de azahar. Su padre, en la puerta, estaba dispuesto a acompañarla hasta la iglesia. El novio, intranquilo pero sonriente, esperaba su llegada al altar. Así agotaba sus últimos minutos de soltería.                                                  Cuando el cura les echó las bendiciones, se besaron tiernamente. El novio rozaba los cuarenta; ella era unos años más joven. Fue un momento feliz para todos. Atrás quedaba una larga historia de indecisiones y, tras quince años, lo habían conseguido. Camino del hotel, en taxi, hicieron varias paradas en los lugares más solicitados para estas ocasiones y el cámara obtuvo un buen número de fotografías, para engrosar las páginas del álbum que inmortalizaría su compromiso. Ya casi llegando donde todos les esperaban, el novio recibió una llamada en su teléfono móvil.        
— ¡Hasta en el primer día de casados, ella te tiene que llamar!, ¿verdad? — dijo la recién casada, bastante enfurecida. Le quitó de la mano el teléfono y miró el número que figuraba en su pequeña pantalla. Él no respondió nada. Ella sabía que era el de su mejor amiga. El día anterior le había enviado un mensaje corto que le decía: “Mañana, después de casarte, yo seré la primera que te llame para decirte: Te esperaré hasta que la muerte os separe”. Y lo había cumplido.  Entonces, el móvil salió disparado por la ventanilla del conductor con tal suerte que se estrelló contra un muro próximo y se hizo añicos.
— ¡Vete, vete ahora con ella! – le dijo con rencor y coraje– ¡Por favor!, pare usted junto a las escaleras que bajan hasta el embarcadero.
El conductor lo hizo al punto. La mujer se bajó del vehículo como una exhalación y tiró al agua aquel estilizado ramo de flores; se quitó el vestido, lo dejó en el suelo y se lanzó al caudaloso río. El barquero, que estaba oculto tras el muro, oyó un fuerte golpe en el agua y pensó que alguien podía haberse precipitado al vacío y necesitar de su ayuda.  Se apresuró y, con habilidad, la sacó del agua en segundos.
La novia era una chica guapa  —pensó él–  que lucía una finísima ropa interior, con encajes y labores delicadas. El pelo mojado y revuelto sobre su cara la hacía irreconocible. El hombre le ayudó a sentarse en el lugar más idóneo, mientras ella le indicaba con su mano la otra orilla. Él hubiese deseado encontrar a aquella chica en mejores circunstancias y haberle ofrecido un vistoso y placentero viaje por el río, como ella se merecía, pero se conformó con ser quien la rescatara del peligro.

––¡Por favor!, si es tan amable ¿me puede llevar a la otra orilla? Aléjese de aquí lo más rápido que pueda -susurró ella cuando se serenó y pudo articular palabra.                                                  La gente asomada al pretil quedó atónita contemplando un panorama tan inusual e incomprensible.

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