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martes, 23 de septiembre de 2014

CUENTA SALDADA

Cristóbal Encinas Sánchez
 Había estado a la espera toda la noche. Por lamañana, cuando su amo entró en el establo, le dio suelta y salió al  patio como un torbellino. Su pelo negro y su crin al viento me hicieron presagiar un encuentro completo. El día anterior no hubo suerte, pero hoy Tritón presentaba más disposición y ahínco.                                                             Castellana era una yegua soberbia, de buena planta, de más de uno cincuenta metros de alzada. Su pelo, de color tordo pistacho, brillaba como signo de buen cuido. Ahora esperaba, al sol del mediodía, atada a un olivo. Su cuerpo cautivo no tenía posibilidad de escabullirse. El amo se aproximó a ella y, entregándole al mozo las riendas del caballo para contenerlo, se dispuso a hacerle las ataduras de rigor en estos casos. Con dos cuerdas hizo sendos nudos escurridizos por encima de las pezuñas de las patas traseras. Los otros dos extremos de las cuerdas los pasó por la parte superior de los húmeros y, tensando, los anudó. Para terminar la delicada y peligrosa labor de sujeción, ató los dos cabos sobre su lomo. Así no podría cocear, si no estaba lo suficientemente receptiva, al garañón en la ejecución de su tarea.                                                                                 El amo, tratando de calmar a Tritón, lo llevó a los pies de la infecunda. Estaba un poco desarbolado por el  fallido intento del día anterior, pero ahora lo conseguiría en la inminente incursión.                       A la voz exhortativa de su amo, respondió el gañán encaramándose y apoyando sus manos sobre los costados de la bien hallada. Ella, recelosa de lo que pudiera acontecer, no hacía más que moverse para tratar de quitárselo de encima. No lo conseguía, dado el estrecho margen que le permitía la elasticidad de las cuerdas. El insigne caballo tuvo que hacer una renuncia y desmontar. Relinchaba, jadeante, sin cejar en su empeño. Entonces hizo un gesto único y sorprendente: elevó la cabeza y abrió la boca esbozando una expresiva sonrisa. Era el preludio del intento definitivo, y el amo lo aprobó.                                                                                                                                   Enhiesto, pero torpe, el unicornio no llegaba a localizar la precisa angostura y, zigzagueando, la buscaba. Era el momento de la ostentación portentosa de sus atributos. La bordeó con su badajo, se centró y, por fin, la penetró.  No hubo tiempo para más. Tras una tenue sacudida, reculó el caballo y, de estar ovulando la hembra, era seguro que la fecundaría. Como impelido por un volcán y apoyando sus cascos en la tierra, dejó claro que su cuenta estaba saldada.    
Acto seguido, sin demorarse, el amo deshizo las ataduras para liberar a la esclavizada.                                                                                  Con una buena gavilla de alfalfa y un pienso extra, el amo recompensó al fiel Tritón. Ahora, laureado y tranquilo, intentaría recuperar sus desgastadas fuerzas.

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