CRISTÓBAL
ENCINAS SÁNCHEZ
En aquella noche de viernes había fiesta
en el bar de abajo y el ruido se prolongaba hasta altas horas cerca de la playa. Avisé a sus
propietarios de que se estaban pasando y que bajaran el nivel de la música. Aún así, el
ruido de fondo no bajó de los decibelios reglamentarios para poder dormir. Así
que me subí a la terraza del bloque y estiré una hamaca. Cogí del tendedero lo
que pillé a mano, un sujetador, para
protegerme la cabeza y los oídos. Cuando me dormí, lo hice tan profundamente
que al despertarme con el sol en lo alto y sin aquella prenda sobre la cabeza
me inquieté; pensé que lo habría lanzado a la calle o que una gaviota golosa me
lo había robado. Di un salto de la incómoda cama y, obnubilado, busqué por las inmediaciones
con tal mala suerte que al primer paso lo pisé y me trabé con él. Estuve a
punto de caer al suelo pero lo peor fue que se le rompió el corchete.
Pronto el pánico se
adueñó de mí. ¿Cómo le digo yo a la vecina que había cogido su sujetador? ¿Para
qué? Se reiría de mí y no escucharía mi explicación; es más, se sonreiría con un
gesto de incipiente sorna y dejaría caer sus párpados para así ocultar la inocua malicia que reflejase en sus ojos azules. “Ya está, me voy a la
capital; es sábado y compraré otro de las nuevas líneas, con realce, de una
prestigiosa marca", me dije.
Finalizaba
el mes de agosto. Tras preguntar en varios sitios, me encaminé hacia el Corte Lencero.
Encontré a la dependienta que estaba recogiéndolo todo porque a otro día se iba
de vacaciones. Eran las diez de la noche menos un minuto. Cuando le mostré el
vejado sujetador para que sacara otro de la misma talla, supo que para mí era
importante atenderme ipso facto. Ella era una chica muy despierta, atenta y muy
guapa. “No quedan de ese modelo pero hay otro que tiene mejores características,
solo que es de un color verde más claro. Yo llevó otro igual”. Y me dejó
entrever un poco la parte superior del suyo con mucha compostura, eso sí. Era
más delicado y bonito que el de mi vecina. A las diez y cinco minutos de la
noche apareció la dependienta con un sujetador "Wonderbrá" en la caja
que trajo del almacén. La venta la hizo muy agradablemente, a pesar de exceder
del horario establecido, y yo quedé con el problema ampliamente resuelto. Le
pagué con la tarjeta de crédito y me dio la factura y su teléfono por si tenía
que devolver la prenda. Le di las gracias por la información y el trato, y le
deseé unas buenas vacaciones.
Al día siguiente
le dije a mi vecina que el día anterior subí a la terraza a cortar unas maderas
de pino creosotado y que las astillas saltaron manchando su sujetador con esa
sustancia tan pegajosa, y que no podría volver a ponérselo. Y que en consecuencia
me había tomado la libertad de comprarle otro mejor, y le pedí perdón por ello.
“No me hacía falta, pues tengo otros nuevos”, dijo con un poco de picardía. Yo
percibí que le había gustado mi atrevimiento, aunque no le agradó del todo saber que la chica que me lo vendió me había mostrado uno similar que
llevaba puesto. Me dio las gracias por el detalle y se despidió sin más, algo seca.
A primeros
de octubre sonó en mi teléfono una voz de mujer que al principio no caí en la
cuenta de quién sería. "Soy la chica del Corte Lencero, que le vendió un
sujetador. Por favor, si usted tiene un
rato libre y quiere pasarse por nuestras dependencias, la dirección de la
empresa le quiere dar las gracias por la
confianza depositada en nosotros, y yo que por rebasar la cuota de artículos vendidos: me han ascendido".
Como no me dio
tiempo a pensar en un motivo para excusarme, le dije que sí, un poco desconcertado.
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