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lunes, 30 de enero de 2017

CABALLO POR DOMAR

 Cristóbal Encinas Sánchez
         Comentaban en la cuadrilla de vareadores, en la cañada del Molino, que a un joven caballo tordo de varios años de edad no había quién le hincara la espuela. A estas alturas, nadie se había subido en él. Todos los días campaba a sus anchas. Pacía junto a su madrina, una burra de color marrón de mediana edad, que lo había amamantado a raíz de morir su madre. Se había criado con todos los mimos por parte de su propietario, pero era muy arisco. Huía en cuanto veía que alguien le miraba y se le acercaba. Toda la mañana estuvieron hablando del equino.
El piquetero, un muchacho joven, se bajó de la última oliva que varearían antes del almuerzo. Ya era la hora de tomar el alimento y dieron la voz para ir camino del hato, menos él que se dirigió hacia la pareja de animales.                                                     
El caballo era vigoroso y dispuesto a no dejarse montar por el inesperado jinete. La familia y los compañeros viendo sus intenciones intentaron disuadirle, pues podría tirarlo al suelo y despanzurrarlo. Pero aquel muchacho era como las moscas borriqueras, muy pegajoso y tozudo. De un impulso se subió a su cruz.                                                                                                             
Encorvando el lomo y dando saltos pretendía el cimarrón descolocar al molesto jinete y que cayera en tierra. Como no pudo quitárselo de encima, se dirigió al galope hacia un olivo para ver si las ramas le sacaban el "piojo" de encima. Lo iba a destrozar pasando por debajo una y otra vez. Después se encauzó hacia la carretera y ambos, frenéticos, desaparecieron.
A la media hora les vieron venir. Hacían un dúo tan normal, perfectamente adaptados. Subido a pelo en la grupa llegaron, empapados los dos, hasta donde estaban los comensales ya tomando el postre. Su padre se levantó, e interesándose por su salud, le salió al encuentro.
–¡Hijo, cuánto me haces sufrir! Lo mal que lo he pasado al verte trasponer. Me das una irritación tras otra. Dime:¿hasta dónde has llegado?
–Hasta el río, padre –dijo cuando se bajó del cuadrúpedo, buscando el búcaro con avidez. Cansado y sudoroso, bebió con ansia porque le había hecho bregar lo indecible.

Joselillo sabía cómo tratar a los animales rebeldes, tenía esa gracia. Sabía hablarles, mirarlos y dominarlos. Él era así, altivo, porque así lo había parido su madre, y no pudo hacer otra cosa mejor por el animal. Además, todos se lo reconocieron y le aplaudieron efusivamente. El almuerzo, dentro de la capacha, todavía le esperaba.
                                             (Foto tomada de mi amigo Pablo)

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