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miércoles, 18 de enero de 2017

UN PROFUNDO OLOR A CAFÉ


                                        Cristóbal Encinas Sánchez
         Recuerdo los detalles que nos daba un cura en la catequesis, acerca del bienestar del que disfrutaban nuestros primeros padres en el Paraíso. Era muy contundente  y explícito. Podía uno imaginárselos andando libremente, y desnudos, por un llano interminable plantado de majestuosos árboles cargados de frutos a su entera disposición. Describía exuberantes jardines que formaban cuadrículas de distintos colores, con acequias que iban directas a las montañas para alimentarse de un río muy ancho y generoso.   
Conforme aquel educador hacía el discurso, yo lo asimilaba a cuando era un niño, en la finca de mis abuelos, donde pasaba la mayor parte del verano en familia, rodeado de paisajes parecidos a los descritos. Mis abuelos tenían una gran casa de piedra de toba, orientada al sur, con grandes ventanales de madera protegidas con hierros forjados; una puerta adornada con un dintel en forma semicircular que, junto a los animales que había siempre en los alrededores, le daban un aspecto rústico, acogedor y muy entrañable al lugar.  A ello contribuía también una veleta de color negro con figura de gallo, enclavada en la parte superior de la chimenea.                                                                       
Recuerdo que, a diario, mi padre y yo montábamos al trote sobre un caballo pinto, de tal forma que a mí me proporcionaba una euforia y una gran alegría al ir dando saltitos. En los días más largos y espléndidos  del verano, llegábamos hasta los límites de la finca, recorriendo los parajes más agrestes y vistosos, dándome la sensación de una total felicidad. 

De pronto, llegaron a mis oídos gritos y sollozos. Alguien enfurecido esgrimía palabras fatídicas y exigía a aquella pareja excepcional que se fueran y que  no volvieran; que trabajaran duro, porque aquellas tierras usufructuadas las habían perdido por desobedecer la palabra divina. Era el cura el que hablaba con tales despropósitos. Siguió comentando después otra tenebrosa escena donde alguien entraba a una gran cueva con unas puertas enormes de acero incandescente que impedirían retroceder. El que allí entrara por haber pecado, y sin arrepentirse, no tendría escapatoria.
A continuación me acerqué a él y pude contemplar, con miedo, en los cristales de sus gafas unas llamas insaciables que lo devoraban todo. Era un signo inequívoco de sufrimiento. Fue algo alarmante e indescriptible, por mí imaginado, que me impresionó hasta el punto de no dejarme articular una sola palabra.   
                                                                                  

Subido de tono, algo me llamó especialmente la atención. Oí un silbido ensordecedor, pero que yo conocía muy bien y que me despertó al instante. Provenía de la cocina de la casa. Me levanté aturdido de mi cama y, encaminándome hacia el lugar de donde procedía, percibí un aroma que me encantó. De allí venía mi mujer que acababa de preparar un enorme tazón de café con pan migado para mi desayuno, como hacía muchas mañanas, invitándome a sentarme y a degustarlo.                                
Nunca tuve mejor oportunidad para agradecerle a mi esposa el que me despertara con aquel envolvente reclamo que me liberó de un tortuoso sueño que hacía años tenía olvidado.
                                                                  FOTO DE UN RESTAURANTE EN JAÉN

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