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miércoles, 22 de enero de 2020

SE PREGUNTÓ QUÉ HACÍA AQUELLA LLAVE DEBAJO DE LA MESA



Cristóbal Encinas Sánchez
         Eran las dos de la tarde de un domingo a primero de mes, a  la hora justa del almuerzo. Solía reunirse la familia en torno a una gran mesa ovalada. Se juntaban seis comensales aunque uno, el más pequeño, Antoñito, siempre estaba en su habitación liado con el ordenador metiendo programas nuevos. Su madre solía avisarle cuando la mesa estaba puesta, entonces lo dejaba todo y bajaba corriendo las escaleras. Las dos hermanas mayores estaban pendientes de que él se sentara el primero. Tenían algo especial con el joven Antoñito. Todos los hermanos se llevaban varios años, un tiempo prudencial para que se respetaran.
Cuando Antoñito acercó su silla para sentarse a la mesa, aquella quedó desequilibrada. Y procedió a moverla repetidas veces, rastreándola. Algo sólido yacía bajo una pata de la silla, incrustado. Se agachó para recogerlo y vio que era una llave antigua. Cuando se sentaron todos a la mesa, nadie sabía cómo había podido llegar hasta allí la llave, pero todos reconocían que era de la puerta de la azotea.
Durante los últimos dos días nadie refirió que subiera a la terraza, salvo su madre, a tender las sábanas, después de llover intensamente. Lauro, el único hermano, apuntó:
            –A ver si alguien está realizando otros menesteres que no debemos de conocer y por las prisas se le ha caído–. Al decir esto, se aseguró de que la criada no estuviera en el comedor. Otros empezaron a concebir ideas. La madre contestó:
            –Hoy ha venido un carpintero a traer una caja con las bandejas para la estantería. Tardó cinco minutos en ponerlas junto a la puerta del balcón y se fue, ¿no es verdad, Eleuterio? –dijo la madre dirigiéndose a su marido, el cual asintió–, y yo no advertí que se le cayera nada.
La criada que trajo la olla para que empezaran a servirse, se atrevió a decir:
            –A mí tampoco se me cayó nada ayer; después de subir a la terraza, tras perseguir a una escolopendra que desapareció por una rendija, la dejé en el llavero –era muy expresiva y pormenorizaba, con todo lujo de detalles, el rastreo que le hizo al animal con afán de encontrarlo. Hizo hincapié en que esos bichos le causan pánico a la señora–. Al final tuve que desistir.
            Antoñito no se creía lo que con tanto detalle les contaba la muchacha. Tenía un fino olfato para detectar cuándo alguien mostraba un interés excesivo en algo. Como al resto de sus hermanos no les oyó resollar, él hizo lo mismo. Su madre – que solía reprocharse algunos fallos de memoria–, se limitó a decir que subió a tender en la mañana. Puso también las botas que trajo Lauro el día anterior y las dejó en el muro, y que tal vez al bajar dejara la llave encima de la mesa. Probablemente, al poner el mantel, se cayó sobre la alfombra.
            El hermano mayor corroboró que efectivamente vino de campar por el monte y le dio a su madre las botas. También podría haber ocurrido que, después de barrer la criada – que seguía en la cocina– el comedor por la tarde, no se diera cuenta; o simplemente que no barriera el suelo. Los indicios no apuntaban a nada claro o previsto.
            Hacía años que las terrazas de la casas contiguas estaban la misma altura, menos la suya. Estas casas las había construido un maestro albañil, al cual llamó su abuelo para hacer una reforma. Se trataba de subir la casa un piso más. Una vez realizadas las obras, todas las terrazas quedaron a un andar. Antoñito cayó en el detalle –siempre iba por delante–, ató cabos e intuyó que podía solucionar aquel misterio. ¿Qué pudo pasar con la llave? Pensó que La criada tenía el novio –la chica volvió a la cocina por la ensalada– que vivía dos números más arriba. Un muchacho joven, delgado y ágil podría acceder por la terraza cuando lo deseara.
            Después de ir terminado el segundo plato, todos tomaron una pieza de fruta. Cuando Antoñito se levantó de la mesa, alguien tocó el timbre de la puerta, y él fue, en un salto, para abrir. Creyó que era personal del Ayuntamiento para recoger una maleta olvidada que su padre encontró en su taxi y que había denunciado. Pero no fue así.
            –Soy yo, Carlos –usó el llamador de la puerta de madera–. Traigo unas botas que estaban en mitad de la calle.
            Los de la casa no creyeron lo que expresaba el que llamaba a la puerta. No era una buena excusa para venir a aquellas horas. Algo le diría su chica, pero no esperó lo suficiente; la comida se había alargado más de la cuenta. El novio no fue en momento oportuno a verla.
            Ahora, la interpretación de los hechos se orientaban en otra dirección. Antoñito volvió a repetir que era muy fácil desplazarse por las terrazas. Se vería con la chica en el último rellano de la escalera, con la seguridad de que ningún vecino se daría cuenta, en el momento idóneo, sin tener que esperar fuera. Pero no encontró la llave.
La madre recordó que el día anterior subió y puso las botas encima del muro de la terraza para que se orearan. La puerta estaba entornada. Después vio a Carlos en la terraza del vecino apretando unas bridas que sujetaban el cable de una antena a la pared. Él parecía estar muy concentrado y ella hizo lo propio. Cuando ella terminó de tenderlas, se dio la vuelta, y al aproximarse a la puerta miró hacia el rincón. Allí se encontró una llave como la que ella había utilizado. ¡Qué raro! –se dijo–, pero pensó que era la duplicada que se les había perdido la semana anterior. A continuación, se amagó para recogerla, haciendo un gesto como si se le cayera un trapo. Una vez recogida, la introdujo en la cerradura y echó el paletón dejándola puesta.
            Antoñito le dio las gracias a Carlos por llevarle las botas de su hermano, cerró la puerta y prosiguió hablando del tema con sus hermanas. La criada permaneció en la cocina fregando, y no se inmutó ni dijo nada al oír la voz de su prometido, mientras lo veía por la ventana alejarse.
            El lunes la chica le dijo a Eleuterio, cuando iba a incorporarse a la faena:
            ¿Me hará usted un favor? Dígale a su esposa que me ha salido un trabajo con otra señora que vive más cerca de mi casa, que acaba de casarse y solo tiene un hijo pequeño. Me pagará más que ustedes, un salario justo y la jornada es más corta. Y tendré un horario más normal y podré dedicarle más tiempo a mi novio.

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