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domingo, 7 de septiembre de 2014

UN CERDO OBEDIENTE

Cristóbal Encinas Sánchez

       Un amigo le preguntó a otro, que tenía el raro oficio de porquero, que por qué siempre se jactaba de que sus cerdos le hacían caso cuando les hablaba para que no se metieran en fincas ajenas. Le respondió que estaban sembradas de hortalizas y para que no las destrozasen los llamaba por su nombre. Simplemente lo decía por satisfacción docente. 
Reacio el amigo a creerse estas bromas, que le parecían una tomadura de pelo, le propuso que se echaran una apuesta. El porquero le respondió que no tenía inconveniente en demostrárselo, lo que el otro aceptó de buen grado.
El porquero le dijo que le preguntaría algo muy personal a uno de los cerdos y que este le contestaría. Le aseguraba que lo entendería perfectamente. Y la respuesta se la daría haciendo ligeros movimientos de su extremidad trasera izquierda.
Comenzó la prueba. El cuidador se acercó al cochino y con voz susurrante le preguntó:
—¿Cuál es la pata del porquero?  
El cerdo lo miró atento, pero no hizo ningún gesto especial con su extremidad, por lo menos de momento.
—Te lo diré de otra manera –le hizo un extraño ruido con la boca: tlo, tlo, tlo.
Se acercó un poco más al cerdo, mostrándole la mano y haciéndole un gruñido que él conocía bien: uhrrr, uhrrr... Acto seguido empezó a rascarle el lomo. Y al cerdo, quieto, parecía gustarle. Siguió rascándole por la barriga hasta la parte más baja. Continuó, suavemente, hasta que el marrano dio muestras de querer tumbarse en el suelo. Se arrellanó, cómodamente, sobre su lado derecho. El hombre le rascaba sin prisa alguna y el cerdo resoplaba, ostensiva y placenteramente, de vez en cuando. Este rascar continuo se  alargaba en un ambiente de calma y al animal le producía una ligera somnolencia; le pasaba la mano por  la cabeza, la papada, el pecho, las nalgas.
Con una voz pausada se disponía a hacerle la misma pregunta otra vez, sin dejar de rascarle en el relajado pabellón de la oreja. Le habló como si lo hiciera a una persona ávida de recibir sus palabras. Y en ese instante fue cuando le introdujo el dedo índice en el oído y lo sacudió varias veces a la vez que le decía:
—¿Cuál es la pata del porquero?
Automáticamente, como un resorte, el animal levantó su pata izquierda y con un movimiento convulsivo la zarandeó varias veces queriéndole decir:
—“Esta es la pata, esta es”.
Después del tembleque, descansó el cerdo llevando su pata sobre la otra en reposo.
Con clara notoriedad el porquero se dirigió a su amigo:
—¿Te has dado cuenta, hombre, cómo responde a mi pregunta?
El amigo se quedó un poco extrañado, pero se reía a carcajadas cuando insistió otras dos veces más con la misma pregunta, y con tanto boato. El animal estaba seguro y siguió dando la consabida respuesta.
El porquero, que se había criado en el campo, sabía bien su oficio. Los cuidaba desde que amanecía y los tenía bien alimentados. Atendía solícito si los cerdos se aproximaban a las encinas, indicándole con ello que querían descorchar algunas bellotas dulces. Él las vareaba y a la vez los llamaba por su nombre para ver si se habían quedado satisfechos. Y en esas atenciones estaba cuando adiestraba a los más despabilados en cosas que podían hacer gracia. O por lo menos eso era lo que él decía. 

3 comentarios:

  1. Los animales saben más de lo que pensamos, aunque a veces le atribuimos cualidades que no tienen.
    Muy buena historia.
    Saludos.

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  2. Gracias, Marina. Pensaba que no iba a gustar. Y ya espero que les guste a otros.

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  3. Muy original tu historia sobre los cerdos y su obediencia. Yo creo que los animales saben más de lo que creemos, al menos son más nobles que nosotros. Me ha gustado. Un saludo

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