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lunes, 2 de febrero de 2015

LA CHIMENEA

CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

Era un empresario que se metía a todo. Tenía ocho hijos a los que alimentar. Y una chimenea de treinta metros de altura se la ofrecieron para tirarla al suelo. Tal tarea era harto difícil de acometer  y con los medios de que disponía, que eran ningunos, más; solo tenía sus brazos y su agilidad.
En todo su trayecto vertical, tenía la chimenea unos hierros anclados en forma de u, que servían para agarrarse y trepar por su interior. Con  gruesa capa de hollín adherida al paramento  tampoco era de muy buen gusto  empezar  picando y arrancando el negro y untuoso polvo, para echárselo encima. Pero no había otra alternativa.
Por la mañana, con un tapabocas se cubrió la boca y la nariz , para meterse en faena. Se ató con una buena cuerda de esparto y colocando el pie en cada uno de los hierros y en la pared interna comenzó el ascenso. Cuando llegó arriba ondeó el pañuelo blanco para que lo viésemos bien y por la cuerda que llevaba atada al ciento se le amarró una pequeña escoda.  Ahora venía lo más peligroso. Iba descubriendo los ladrillos de obra y dejándolos caer al vacío. De vez en cuando tenía que bajar para tomar aire limpio y lavarse los ojos y la cara.
Cuando no llevaba más de dos metros de derribo encontró una pequeña caja inserta en los ladrillos, recubierta de un paño de amianto. Para extraerla hizo palanca con el filo cortante de la herramienta. La examinó y optó por bajarse, haciendo una señal de que iba a descansar. Ya en el suelo, se dispuso a abrirla, y dentro se encontró con que había un pergamino un poco acartonado. Allí venía  bien especificado que en la base de la chimenea, en el primer sótano, había un cofre con herramientas de orfebrería y en su base unos quinientos doblones de oro del tiempo en que los últimos españoles vinieron de hacer las Américas, y que eran producto de un  naufragio enfrente de las costas de Cádiz.
Es inexplicable, con cuánta alegría, se fue mi padre hacia la chimenea, con tantas ganas de terminar pronto aquel pesado y peligroso trabajo. Sudaba y sudaba a pesar del frío que hacía hasta que la derrumbó. Cuando acabó de tirar la chimenea, buscó en la base donde estaba el gran cofre de metal  inserto en una arqueta hermética de hormigón.
Desde su hallazgo mi padre había confiado en las indicaciones de aquel  plano salvado de la ruina y, con sus augurios, cambiaría el curso de nuestras vidas.
Después, en el otoño, la cigüeña se encargó de traernos dos hermanos más y mi madre procuró que en  mi casa hubiera siempre prosperidad y alegría.             Y nunca nos faltó el trabajo.

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