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viernes, 13 de noviembre de 2015

QUE NO QUERÍA CLAVELES

            Cristóbal Encinas Sánchez

      Con unos pantalones viejos y una camisa sin botones, el gitanillo bailaba descalzo. Estaba contento y jugaba con gracia. Sus compañeros de la escuela pensaron en hacer una carrera a ver quién la ganaba. Mientras formalizaban las condiciones para los participantes , él se echaba otro bailecito en el espacio libre de una acera rota. Sus pies estaban bien curtidos.
Era un torbellino moviéndose y haciendo posturas con gran estilo. Tenía genio y cantaba con entusiasmo: "Yo no quiero claveles..., lo tiro al pozo". Se echó un nudo con los picos de su camisa y se preparó para echarse la carrera.
Cada uno de los participantes había colaborado con algo para el ganador, y lo depositaron  en una caja de cartón. Juntaron artículos  muy dispares: un reloj viejo de pulsera, una pluma Parker, un melón de piel de sapo, dos racimos de uvas de teta de cabra, una bolsa de granadas  y una pequeña medalla de plata.
Comenzó la carrera en el polvoriento camino de tierra. Al primer paso, uno de los espectadores introdujo un palo  entre las piernas del gitanillo haciéndole caer al suelo. El que dio la salida se dio cuenta de la trampa y mandó comenzar de nuevo. El niño, sorprendido,  se levantó con rapidez, aceptando estoicamente la broma y sonriendo. Todos tenían zapatillas pero él, descalzo, no tuvo problemas para llegar el primero a la meta. Casi todos los asistentes le aplaudieron efusivamente.
Se llevó la caja de cartón con todas sus ricuras. ¡Cómo las disfrutaría con su familia! Se le oyó cantar su canción preferida: “Que no quiero claveles, de ningún mozo”. Rio a carcajadas, mientras uno de los participantes de más edad le miró con desprecio, porfiando que a la siguiente vez no ganaría; pero él ya estaba lejos.

Por la noche se oyeron las campanas al vuelo. La gente escamada salió a las puertas de sus casas. Un grupo de padres y de mayores del pueblo iban pidiendo que salieran voluntarios para buscar a un niño que faltaba de su casa desde hacía muchas horas. Durante toda la noche hubo trasiego de jóvenes deambulando por los lugares próximos al pueblo, por el río, el llano y la dehesa.
Cuando amaneció fueron a la senda de las Higueras, lugar por donde a él le gustaba ir con sus amigos al salir de clase. Allí, era probable encontrarlo, en la zona más escondida y vistosa. Subieron hasta la cueva que asomaba a la pared de un farallón, donde él cogía algún murciélago para divertir a los más pequeños de su clase. Pero no, allí tampoco estaba. Fueron después al barranco de las Torcaces donde había un pozo seco de una considerable profundidad. Uno de los padres y su hijo se asomaron al brocal y vieron un pequeño bulto en el fondo. No lo querían creer pero parecían reconocer a una figura medio tapada con un trozo de lienzo. No había duda. Dieron la voz del hallazgo: "Aquí, aquí". Después, alguien asomó con una soga y el hombre se descolgó con cuidado por las paredes de piedra.


Abajo, con los brazos abiertos, como mirando para buscar un cielo en donde podría estar su salvación, yacía el pobre niño muerto. Sobre su pecho desprotegido había diseminados diez claveles blancos. En su puño entreabierto apareció una pequeña medalla: la que había sido su mejor trofeo.     

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