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martes, 24 de noviembre de 2015

UNA PAREJA DE DULCE

Cristóbal Encinas Sánchez
                                               Fotografía cogida de internet. 
          La mujer tenía la sana costumbre de alimentarse bien y  así sustentar, de paso, a las bacterias de su estómago en número de seis veces al día. Claro está que se levantaba muy temprano y era hacendosa y trasnochadora. Discutía mucho con los niños cuando no se comían hasta el último bocado que les quedaba en el plato. No se podía tirar nada a la basura, ni guardarlo para luego porque se resecaba o se lo comían las hormigas. Además ellos eran personas algo" ensonribles".                                                      
     La gente del lugar recordaba que una vez, por vísperas de Navidad, la pareja se desplazó al pueblo para hacer unos pocos de mantecados en la tahona. Entraron y le pidieron al panadero que les pesara la harina.  Después de añadir la manteca necesaria, pusieron la masa en la báscula y esta marcó ocho kilos y ochocientos gramos. Los metieron en latas en el horno y cuando se enfriaron procedieron a liarlos individualmente en papelillos. Los pusieron con mucho cuidado en los dos aguaderas que llevaba el burro, de forma que casi las llenaron.                                                                                        
Se despidieron del tendero y colocaron al animal cerca de un poyato que había próximo y  se subieron los dos en él, dispuestos a regresar a casa. Emprendieron el camino a una hora que, a paso tranquilo,  era idónea para llegar y preparar la cena. Cuando estaban bien parapetados y seguros, le dijo la mujer al marido:               
–Vamos a probar, más en serio, los mantecados, que huelen muy bien y tengo un poco de desazón en la boca del estómago, pues se nota que no hemos almorzado.
Cada uno cogía de una aguadera distinta. Se relamían del buen punto que le habían dado con el aguardiente y el ajonjolí.
La tarde era corta, cálida y apacible. Iban comentando que cuando viniera a las fiestas algún familiar o amigo que les podrían ofrecer, por lo menos, una copa y un plato de mantecados.                    
Entre tanto, cuesta arriba o cuesta abajo, ellos seguían metiendo las manos en los cubículos un poco mermados. Tras pasar el río, el hombre se bajó para llenar una botija de una fuente próxima y ya, de paso, dar de beber al animal.
Estaba pardeando cuando llegaron al cortijo, donde los hijos menores los estaban esperando, pensando en que les habría ocurrido algo Querían ver los alimentos que les habían traído. Después de bajarse y saludarlos, un poco serios, se dispusieron a descargarlos. Cuánta no fue la sorpresa del más pequeño cuando observó que cada una de las aguaderas contenían en el fondo unos  diez mantecados –que tendrían un peso aproximado  al que excedía de los ocho kilos–. Ninguno de los dos comensales comentó que fueran el resto de los que habían hecho, dando a entender que habían sido comprado en la tienda y no había más. Después se miraron con sensación de culpa y alegaron, por fin, que sin pensarlo se habían comido los que faltaban, sin darse cuenta, pues era tan fácil: un mantecado iba y otro venía. Ahora se sentían mal al no haber sido capaces de sustraerse a permanecer con los brazos cruzados ante tan suculento festín, o tal vez por otra razón.   
           Aunque aquella noche se pusieron las cosas serias, nadie discutió, porque nada sobró y algunos tenían la barriga demasiado llena. 

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