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domingo, 5 de febrero de 2017

UN PEQUEÑO AHORRO MENSUAL


CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ

A la hora de la siesta, salió mi abuelo para despedirse de sus amigos. Se iba, no muy convencido, a su primer viaje del Imserso. Estaba intranquilo haciendo sus preparativos, juntando sus medicinas, su tarjeta de la Seguridad Social, que no se le olvidara, y los números de teléfono en una libretita. Subía a las cámaras de la casa con mucha frecuencia, cosa inusual. Cuando salió a la calle se llevó su impermeable para protegerse de la lluvia, pues era el mes de febrero y no quería quedarse en tierra por coger un resfriado. Eso era signo de que vendría tarde. 
Mi madre pensó que algo le preocupaba, en demasía, a mi abuelo y cuando comprobó que había traspuesto la esquina me dijo que le acompañara a las cámaras, que íbamos a averiguar el motivo de su desasosiego. Así que subimos preparados y tranquilos para rebuscar en todos los rincones. Abrimos un arca de ropa, pensando que allí lo encontraríamos, pero todo estaba como recién planchado. Miramos debajo de los asientos de un sofá antiguo, pero tampoco. Nos fuimos a la maleta de madera que era el escondite de sus libros de siempre, pero el polvo indicaba que no se había abierto. Levantó mi madre la vista hacia el techo, a las vigas, buscando un posible hueco entre el encañado. Vislumbró, próximo a las coces altas, en un agujero, unas huellas que oscurecían la cal, como de haber manoseado. Cogí la escalera de madera sujeta en un clavo y la descolgué para apontocarla en la pared. Metí la mano encima de la viga y encontré un sobre de color sepia enrollado y sujeto con una goma elástica. Se lo solté a mi madre que lo recogió en su mandil.
—¡Niño!, aquí hay unos papeles muy bien ordenados —me dijo mi madre con interés manifiesto. 
Con mucho cuidado lo abrió y en la mesa extendió todos los papeles del sobre. Había entre ellos un recorte de periódico y dinero: un billete de diez mil pesetas, dos de cinco mil y cuarenta de cien, equivalentes a doscientos cuarenta billetes de veinte duros. Rápidamente, hizo memoria , ajustó una sencilla cuenta, y se remontó a febrero del 1992, cuando el abuelo decía que España ratificó el Tratado de la Unión Europea en Maastricht, y que no nos convenía hacerlo, porque estábamos en inferioridad de condiciones con los demás países. Aquellas palabras no las olvidó ya mi madre. Desde hacía diez años, cada final de mes mi abuelo había guardado dos billetes de cien pesetas de su paga y no los gastaba. Así cuadraba la cuenta, exactamente, hasta la fecha.
–“¡No nos conviene entrar en ese tratado!”–repetía muy a menudo la convincente frase que oyera de un importante y buen político.
Ahora empezábamos a comprender, mi madre y yo, muchas de las manías de mi abuelo. La razón era evidente: Si algún día no le llegaba con su pensión, entonces podría echar mano a aquella hucha.
Nunca le convenció aquella relación entre la moneda antigua y el euro. Mi abuelo, todo hay que decirlo, siempre había sido muy previsor.



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