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sábado, 8 de noviembre de 2014

LA MATANZA DEL CERDO

Cristóbal Encinas Sánchez

        Eran las ocho de la madrugada, apenas se veía. Subidos a la tapia del corral, varios niños esperaban la matanza del cochino más grande que habían visto. Decían los de la casa que pesaba más de veinte arrobas. Se habían levantado muy temprano para ver con todo detalle los pormenores de tan meticulosa operación.
El matarife afilaba sus cuchillos de varios anchos y larguras. Un gancho grande con un gran curva por un lado, desentonaba por el otro con un pincho retorcido. Mientras, el agua hervía en la caldera de una manera escandalosa, producto de la rápida combustión de las aliagas.
Una botella de aguardiente seco se coge a la mano del más sediento para echarse un trago y lo comparte con los que forman el cortejo fúnebre. Este acompañará, en la retaguardia, al osado matador hasta la zahúrda, donde duerme el marrano. La algarabía que le despierta no es usual pues hasta lo asusta a esas horas tan promiscuas de un día un tanto raro.
Los niños se quedan a la zaga y ven cómo el agresivo portador del nefando instrumento se acerca silencioso al indefenso cerdo, si acaso lanzándole un ligero gruñido de confianza, para calmarlo. Mal lo lleva si no lo engancha bien por la barbilla. Da un tirón con el gancho y clava debajo del labio, en el maxilar inferior. La comparsa  le socorre al momento con unas empeñadas manos a las orejas, al rabo  y a los cuartos traseros.
En peso se eleva el que será sacrificado y, sobre un banco con fuerte armazón de madera, se tumba al desdichado. ¡Qué pena, cómo chilla!, afligido viendo venir todas las traiciones. Cada uno de los asistentes tira para un lado, lo tienen atado, casi no puede respirar y le están dando la  irritación más impresionante de su vida. Los cardenales le están brotando por todo el cuerpo. Hay un hedor de muerte que trasmina y que es más fuerte que el de las heces que se le escapan, abundantemente, al maltratado.
Un surtidor de sangre caliente, casi hirviendo, sale de la mano del matador tras el cuchillo asesino. Cae imperiosa al lebrillo y removida por una mano delicada, que la estruja, se va haciendo la molleja. Atrás quedan las horas de comidas abundantes de higos, tomates y bellotas. También, en el verano,  las revolcadas  que se prolongaban durante horas en la charcos del huerto y bajo las higueras. La vida no le durará ya más que unos minutos.                                                                                                                      Alguien le dice a los chavales que le den vueltas al rabo,  porque es la manera de que no se le quede ni una gota de sangre en el cuerpo. Después del último estirón, los niños, frunciendo el ceño, van con el dedo dispuesto para investigarlo todo y van tocando las orejas, los ojos, la lengua del muerto. Han comprobado que ya no se quejará más, después de tantos quejidos y esfuerzos en vano.

De sus carnes saldrán los chorizos, las morcillas, los tocinos y la butifarra. Su manteca se utilizará para hacer los mantecados y las tortas de chicharrones, aparte de untarla  en el pan tostado a la lumbre.        
Todo de él se aprovechará, menos la gracia de sus andares. Pero quedará impregnada en sus jamones que serán salados y conservados  para el disfrute de su exquisito paladar y que será alimento de los que lo criaron. 

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