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miércoles, 25 de febrero de 2015

LA CASA DE MIS ABUELOS


CRISTÓBAL ENCINAS SÁNCHEZ  

            
        Esta noche encuentro en los posos de este vino amargo reminiscencias de la vida que tuvimos. Ya llegó el momento para no seguir fingiendo que supimos llevar de forma conveniente nuestra apresurada vida.
Ajeno a todo, me cobijo mentalmente en aquel cuarto de los trastos de la vieja casa de mis abuelos, en una feliz tarde. Allí había jáquimas colgadas, azadones, cestos con cuerdas, hoces y rastrillos mezclados todos en el suelo. Yo buscaba, ante todo, mi entretenimiento preferido en el rincón: la albarda del mulo Romero. Me subía encima y comenzaba a recordar cuando trotaba por los campos de cereal  casi recién nacido, por las orillas de los ríos y por los límites de las alamedas.
Me imaginaba corriendo por llanos del Banco con algunos compañeros de la escuela, hasta asomarnos a los acantilados, unos farallones que dan al Torcal, y desde allí descolgarnos para visitar las cuevas, con el peligro inminente de caernos en alguna sima y perdernos para siempre.
Después, me subía a las cámaras de la casa, donde había jugado muchas veces con mi hermano. Nos escondíamos tras los haces de esparto que sobraron cuando se hizo el tejado.
Lo escrutábamos todo:  sacudíamos impulsivamente los cencerros grandes y las campanillas que pendían de un clavo; el almacén de las herramientas  guardadas en capachas. Extraíamos dos cuchillos  y en un palo los atábamos para formar un chuzo con el que nos enfrentaríamos, en caso necesario, a algún "sacamantecas” escondido. Con una corneta inservible, calada en bandolera no fuera a perderse, intentábamos llamarnos, pero su boquilla no sonaba. Lo que más nos gustaba era luchar con un largo sable herrumbroso y una bayoneta de medio metro. Por ser yo más robusto, me apropiaba de la espada, aunque no podía blandirla ni con las dos manos;  pero nunca nos herimos, ni un rasguño, porque teníamos el cuidado necesario.
Íbamos después a darle un repaso a una  arquilla vieja que contenía incontables botellitas con raras esencias pestilentes y diversos colores verdosos y morados; hasta cartuchos de postas había, con su espoleta y que pudimos explosionar.
Lo que más me llamó la atención, fue encontrar un bonito tebeo pegado a una de sus paredes de la arquilla. En su portada apareció una caricatura magistral e impecable de Pepe Iglesias “el Zorro”, aquel hombre tan amable, que nos haría reír en las noches del solitario invierno.


2 comentarios:

  1. Lo que más me gusta es el sonido de cencerros y campanas. Buen relato, en tu línea.
    Un abrazo.

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    Respuestas
    1. Gracias. Es un extracto del que ya hice hace varios años pero que era muy largo y decidí cortar cosas. Ya hablamos de él antes.

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