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viernes, 27 de septiembre de 2013

RELÁMPAGO ES CONFIADO

                                                                                                                                                                  (Capítulo IV)                                                            
 Cristóbal Encinas Sánchez

          Relámpago, al levantarse de la siesta, sigue un rastro de papeles de celofán tirados en el camino que lleva a un antiguo castillete. Un olor de fantasía de fresa inundaba el ambiente que le hacía relamerse. Su boca manaba saliva en exceso y su estómago mostraba síntomas de querer albergar una apetitosa merienda. Por el muro exterior que rodeaba, como salvaguarda,  la vieja torre ya derruida, andaban jugueteando dos niños, y parecía que escondieran algo llamativo entre los huecos de las piedras. Eran caramelos muy variados. La intención de ellos clara a la vez que simulaban no ver a nadie. Querían que Relámpago entrara en su juego y atraerlo gustosamente.                                                                                         Un tercer niño hacía el paripé de buscarlos y se sorprendía cuando los hallaba sin esfuerzo. Había encontrado pequeños tesoros y, con alegría, daba saltos exclamando: “¡Están de rechupete, qué ricos!”. A continuación tiraba el vistoso papel de envolver para que Relámpago se fijara dónde caía y fuera a deleitarse con su aroma.
Así pasó. Se acercó al insaciable niño que le ofreció uno de aquellos manjares. Mientras, los otros dos niños se perdieron tras una esquina del muro. A Relámpago se le caía la baba por las comisuras de los labios, pues él era un golimbro empedernido y lo siguió atento con la pretensión de probarlos.
      
      -¡Qué ricos!, toma uno. ¿Te gusta?...,está muy bueno. Ven aquí, toma...

El niño continuó con la búsqueda de aquellos duces. ¡Qué felices recuerdos le traían! :  frutas de Aragón, figuritas de chocolate blanco y rosa, roscos untados con miel, hojuelas con azúcar, almendras garrapiñadas... Se perdía recordando y masticando delicias imaginadas.

La simpatía y la soltura del niño en su comportamiento, que le hablaba y le ponía en su boca tocinos de cielo, le hizo confiarse y echarse a sus pies. La trampa estaba urdida. Mediante un collar de fácil colocación y una cuerda de pita, el niño, tan desenvueltamente, lo fue enredando hasta que no pudo ni andar. Al instante, los otros dos rapazuelos, que estaban al acecho, aparecieron de súbito montados sobre un pollino cordobés albardado. Cogieron la cuerda para llevarlo de reata y lo jalearon, para perderse en dirección al río. Atravesaron por el vado y estuvieron a punto de caerse en la empinada cuesta hacia el pueblo. Relámpago cambió su semblante: se imaginó lo peor y se estremeció. Aparecieron al final de la calle que le llevaría hacia su antiguo amo. Entonces comenzó a gemir, a latir desesperado y nervioso, y se metía por entre las patas del animal, que estuvo a punto de pisarlo.
Sus raptores no precavieron que él, aunque temeroso, no estaba dispuesto a seguir sumiso tras el rapto, pues ya sabía lo que le esperaba. Si se había fugado la semana anterior, con paciencia esperaría un descuido de sus secuestradores cuando pusieran los pies en tierra y lo desataran de la albarda.
Llegaron a un  pilar conducidos por el más pequeño y se bajaron los dos, confiados, a beber agua y a darle, eso sí, también a los animales.      

Con gran ímpetu y como si fuera un galgo, propició un gran salto sobre el pilón que estuvo a punto de bañar entero al niño, si no llega este a soltar la cuerda para agarrarse al borde.

Era la ocasión que había estado esperando y supo aprovecharla. 

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