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sábado, 28 de septiembre de 2013

EL SERPIENTES

EL SERPIENTES
Cristóbal Encinas Sánchez

     EL “Serpientes” tenía  once años. Su divertimento principal era asustar a sus amigos y compañeros de colegio. Presumía metiendo culebras y salamandras por su faldón y sacándolas por su manga. Le brillaban sus ojos y fruncía el ceño insinuando a sus espectadores que tenía valor.

Siempre estaba dispuesto a salir con su padre. Un día de invierno le requirió este para ayudarle en la recogida de las ramas, cuando cortara unas higueras. Arrancó la motosierra para comenzar la tala. Había próximo a la higuera grande un muro derruido sujeto por varios alambres que obstaculizaban el trabajo. Por ello, soltó la máquina en el suelo y empezó a retirarlos. Al instante, el niño, como si tuviera azogue, se desplazó ávido para empuñar la peligrosa máquina. La elevó y apretó el gatillo con tal suerte que la pala dio contra uno de los alambres y rebotó. El padre voló para quitársela de las manos. La cortante cadena se paró radical. Pero ya era tarde. De la frente brotó un manantial de sangre y rápido le aplicó su pañuelo para atajársela.
El pequeño reconoció su imprudencia y le dijo que apenas le dolía. El padre, sofocado, echó mano al teléfono y marcó el 061. Una muchacha le contestó:

    -  “Siéntelo, apriétele fuerte la herida y cúbralo con una manta”.

Nueve minutos tardó la ambulancia. El médico separó el pañuelo de la frente. La sangre no fluía ya, pero era necesario hospitalizarlo. El niño abstraído, hizo el disimulo de intentar coger a un gato romano que merodeaba por allí.
En quince minutos llegaron a la sala de urgencias del hospital provincial, para hacer su ingreso. Un médico moreno y alto, con acento, dijo:

     -“ La herida no es grave, el hueso está intacto”-. ¡Qué gran descanso experimentaron los padres! -“Es una arteria seccionada pero la coseré bien, sin provocarte dolor. Ahora, tienes que hacerte una resonancia”-. Miraba el niño receloso, con cara de bueno, al médico amable y que le auguraba bien.

      -“Prométeme no jugar más con esa ruidosa máquina ”.

     - “Sí, se lo prometo- respondió resuelto-, pero es que vi un ciempiés y...”.

Presentaba un pequeño hematoma cerebral de importancia reservada.
A los cinco días le dieron el alta. La herida quedó bien dibujada, pero escandalosa en la infantil cara, y al descubierto para que se orease. El peligro había desaparecido. 

Bajando por el ascensor, mostraba su contento, olvidando todo lo relacionado con su percance. Una mujer joven y su hija, de unos cinco años, se subieron en la planta segunda. El niño la miró con cara de satisfacción, alardeando de una frente recompuesta y sana, a la vez que movía su cabeza y fruncía, vivaracho, el entrecejo como él sabía hacerlo.   
La niña, espantada, vio aquella cicatriz y se pegó a su madre: se asemejaba a una viborita reluciente que se adentraba en la espesa cabellera negra del aquel curioso personaje.

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