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miércoles, 25 de septiembre de 2013

UN GALLO PRESUMIDO

UN GALLO PRESUMIDO 
Cristóbal Encinas Sánchez

       Un gallo imponente se enseñoreaba satisfecho con su forma de andar. Su orgullo se hacía patente delante de todo el gallinero, mientras buscaban con  ahínco en la tierra las apetitosas lombrices. De su garganta emergía un clamoroso y prolongado canto que ningún otro gallo de los alrededores podía superar.

Pasaba por casualidad un niño junto a la cuneta de la empedrada carretera , jugando a cortar las hierbas con una vara en la ribera de la acequia. El gallo, vigilante, vio como a un intruso en su territorio al niño que merodeaba por allí. Sin miedo alguno y sin pensarlo, se lanzó hacia él como una exhalación y con las alas levantadas. Ya próximos, y antes de huir del intrépido animal que venía con el pico abierto, el niño hizo un zigzag en el aire con su varita, con tal suerte que fue a golpearle en el cuello. El defensor, malherido, cayó al suelo en el acto, desnucado.                                                                                                 
El abuelo del niño, que iba delante, vio el revoleo que se metió en un momento y a las gallinas que se acercaban a oler y observar a su protector. El hombre sospechó que algo grave les había sobrevenido a las aves y fue directo al que daba signo de extrema quietud. Lo recogió y tanteó su cabeza que estaba como un péndulo. Pensaba en revivirlo: lo sustentó en su antebrazo e hizo presión en su cabeza hacia abajo para colocarla en su sitio. Tras varios intentos, empezó el infortunado a moverse. Ya erguido, un poco confuso y desarbolado como si fuera un muelle, comenzó a caminar dando el primer tumbo. Se levantaba y se caía, pero cada vez con mayor estabilidad. Las gallinas empezaron a cacarear, sorprendidas de su pronta recuperación. El niño que había estado muy callado, empezó a sobreponerse, volviendo a sus ojos la alegría.
El gallo, ya muy mejorado, se metió en la acequia para refrescarse. No le habían quedado ganas para seguir acosando al primero que se le acercaba y se retiró hacia el interior de la finca con sus congéneres. Esta vez se había escapado de lo peor. Dejaría de ser tan presumido y no asustaría más a niños imprevisibles.


Cuando el infante vio que el gallo se alejaba con soltura y con más cabeza, se encontró muy aliviado y motivado para ir dando saltos de contento. Siguiendo a su abuelo, retomó su camino y con su varita mágica hacía ostensivo su arte de descabezar las pequeñas hierbas y flores que adornaban la ribera.      

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