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sábado, 9 de agosto de 2014

INDIGESTIÓN PRECOCINADA

Cristóbal Encinas Sánchez

        Un vagabundo le echó al fiero y hambriento perro varios trozos de carne pulpa. Dentro de los más grandes había introducido una bola de pequeños alfileres liados en una tripa de cordero. En los demás había clavado fragmentos pequeños de agujas. Todo estaba calculado. Tanto si comía unos u otros, con el apetito que siempre mostraba, entraría la ponzoña en el tracto digestivo de una forma irrecuperable, pues tal era su ímpetu y necesidad que nunca se le vio devolver nada que entrara por su boca.
El animal era temible y los niños teníamos cuidado de no acercarnos a la casa cuando no estaba atado a una cadena que se deslizaba por un cable tenso entre los muros del jardín. Y molestábamos a los dueños, porque ladraba con desespero y muy vigorosamente, al pasearnos  repetidas veces por delante haciéndole mohínes.
El perro estaba siempre pendiente y disuadía a cualquier osado que intentara adentrarse en sus dominios. Por la noche lo dejaban suelto y por eso nadie pensaba en acercarse los alrededores de la misteriosa casa.

En días los días posteriores, al pobre perro no se le vio. Y ya no pudo seguir alimentando la soberbia del vejestorio, que hasta entonces había alardeado de su trabajo de vigilancia. 

Atrás quedó la soberbia de la “señora” que tantos años se había manifestado de una manera tan desalmada, déspota y con tan pocos sentimientos. 

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