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martes, 25 de octubre de 2016

LOS CALCETINES ROJOS

Cristóbal Encinas Sánchez
            Le decía a mi mujer que hiciera el favor de buscarme los  calcetines rojos que me puse el domingo. Los dejé encima del váter, solo los tuve puestos en el acto de conmemoración del día de la Hispanidad. Después no he salido a la calle, por la gripe. Mi mujer se empecina en decir en que llevo diez años sin ponérmelos. Ahora, porque no me pegan con la ropa verde, pero antes tampoco porque vestía de color gris.                                                                           
Acaban de llegar mis tres amigos, para un pequeño refrigerio, y nos oyen discutir. Miré por la ventana y los veo sonreír y hacerse guiños. ¿Qué pensarán de mí? Mientras me pongo los pantalones y una camiseta, para recibirlos reparo en que no me había peinado después de ducharme. Me obsesionó tanto la búsqueda de los calcetines rojos que se me olvidó que estarían al llegar.  Busqué entre la ropa, debajo de la cama, en la azotea, pero nada. Yo sé que soy cabezón pero es que mi mujer lo es más. Me dice que no podré encontrar los calcetines porque no los saqué de la maleta donde se guardaron hace años.Y eso me sacó de quicio.  
                                                                             
Cuando pasaron mis amigos al recibidor, me vieron un poco enrojecido. Ellos ya le habían quitado yerro al asunto. Pero me tacharon de ser muy caprichoso. Que adónde iría con los calcetines rojos -dice uno-; que si iba ir vestido de amarillo, parecería una  bandera española, dice otro. Y el otro se aventuró a decir que se los habría llevado el perro, porque a ellos les gusta el olor a pies, cuando yo no tengo perro. Se sonrieron y eso me hizo caer en la cuenta, como en otras ocasiones, de que  ya estaban con el  cachondeo y no se tomarían nada en serio. Yo, cuando digo la verdad, no me echo atrás, y no es porque tenga interés en sacar mi cabeza por encima de todos.                                                                                                                            
Seguimos hablando y siempre me convencen de que hay cierta probabilidad de equivocarme. Yo asiento, tengo el convencimiento de que me equivoco más que nadie. Entonces cedo. Después me quedó como una insatisfacción y un reconcomio que me bajó la autoestima, pero al advertir la tranquilidad que parece haberles entrado a todos, incluida mi mujer, me uno a ellos.                                                                                                         
Llamaron a la puerta y era el repartidor de pizzas con el encargo que hice. Nos sentamos para comerlas. Tras la primera ingesta, nos levantamos para brindar por el compañerismo y por la buena voluntad. Yo me quedo perplejo cuando mi mujer, sentándose la última, dice mirándome a la cara: " Has llevado muy bien el ocultamiento de la prescripción de tu oftalmólogo. Me dijo, cuando lo llamé, dado que tardabas mucho en volver,  que deberías de tener mucho cuidado al cruzar los pasos de peatones, pues te había diagnosticado daltonismo". 
Menos mal que me han salvado mis principios, y ser razonable y prudente. Pero lo que peor me sentó, después de todo, fue la última frase que dijo mi mujer. Y no podía negarlo.

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