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lunes, 3 de octubre de 2016

UN PROFUNDO OLOR A CAFÉ


Cristóbal Encinas Sánchez

        Recuerdo las descripciones que nos daba un clérigo en las catequesis, acerca del bienestar que disfrutaban nuestros primeros padres en el Paraíso. Eran muy explícitas y contundentes. Podía uno imaginarse a los dos andando, libremente y desnudos por un llano interminable de majestuosos árboles cargados de frutos a su disposición. Estos formaban cuadrículas coloreadas y sus calles se dirigían hacia a las montañas lejanas donde las atravesaba un río dadivoso y pacífico.                                  
Todo esto lo estaba asimilando yo a cuando era casi un bebé, que paseaba con mi familia rodeado de paisajes parecidos a los descritos. Mis abuelos tenían una casa de piedra tosca, orientada al sur, con grandes ventanales que le daban una presencia rústica exquisita. Mi padre y yo, a diario, montábamos sobre un caballo, al trote, cosa que me proporcionaba gran alegría. En los días espléndidos llegábamos hasta los límites de la finca, y la sensación era de total felicidad.    

De pronto, llegan a mi oído como gritos y sollozos. Alguien cabreado esgrimía palabras fatídicas y exigía a aquella pareja excepcional que se fueran,  y que  no volvieran; que trabajaran, porque aquellas tierras usufructuadas las habían perdido por desobediencia a la palabra divina. Era el clérigo, el que hablaba con tanto despropósito. Y comentaba después una escena tenebrosa de alguien que entraba a una cueva protegida por grandes puertas de acero incandescente. Eso era por haber pecado y morir sin confesarse. A continuación, pude contemplar con horror, en los cristales de sus gafas, unas llamas inextinguibles, signo inequívoco de sufrimiento. Fue algo indescriptible que me impresionaba hasta el punto de no dejarme articular palabra.   
                                                                                  
De repente, algo me alarmó sobremanera.  De dentro de la cocina salía un silbido ensordecedor pero que yo conocía bien, y que me despertó. Me levanté aturdido de mi cama y, encaminándome hacia el lugar, percibí un aroma que me encantó. Mi mujer había preparado un enorme tazón de café para mi desayuno, como hacía cada mañana, y me invitó a sentarme y degustarlo. Nunca tuve mejor oportunidad para agradecerle que me despertara con aquel sonido envolvente que me liberaba de una tortuosa y larga pesadilla.

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